sábado, noviembre 01, 2008

¿Necesita el Chile del Siglo XXI un Partido Demócrata Cristiano?


La crisis y la pregunta fundamental:
¿Necesita el Chile del Siglo XXI un Partido Demócrata Cristiano?

Héctor Casanueva
Militante del PDC

El diccionario de la Real Academia Española tiene siete acepciones para la palabra “crisis”:


1. Cambio brusco en el curso de una enfermedad, ya sea para mejorarse, ya para agravarse el paciente. 2. Mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales. 3. Situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o cese. 4. Momento decisivo de un negocio grave y de consecuencias importantes. 5. Juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente. 6. Escasez, carestía. 7. Situación dificultosa o complicada.

No cabe duda que la actual coyuntura que vive el PDC se ajusta a todas las definiciones de la RAE. Pero tal vez la primera de ellas sea la más pertinente para graficar a lo que se enfrenta el partido. La evolución de los acontecimientos demostrará si este cambio brusco será para mejorar al enfermo, o para agravar su estado.

El resultado electoral de la Democracia Cristiana en las municipales ha originado una verdadera convulsión, renuncia de la mesa incluida, y ha sido objeto de variadas interpretaciones y explicaciones, dentro y fuera del Partido. Se dice que elegimos mal a los candidatos, que no supimos administrar los pactos de omisión, que no tuvimos presencia, que llevar dos listas nos perjudicó, que los colorines se llevaron parte de la votación, que hubo un desplazamiento de votos a RN, la abstención nos perjudica especialmente a nosotros, las pugnas internas debilitaron al partido, y un largo etcétera. A mi juicio estas consideraciones, si bien pueden ser ciertas como causa eficiente de esta baja en la votación, son sin embargo consecuencia de no haber enfrentado y resuelto hace mucho tiempo una cuestión fundamental, que tiene que ver con la falta de una respuesta consistente a la siguiente pregunta: ¿Necesita Chile hoy a la Democracia Cristiana?

La pregunta se puede subdividir a su vez en otras más específicas:

¿Qué puede aportar hoy la DC al país?
¿Percibe la ciudadanía que la DC tiene algo que aportar al Chile del Siglo XXI?
¿Por qué elegir a un candidato de la DC para un cargo público?
¿Cual es el hecho diferencial por el que podríamos ser preferidos?

No es que nunca nadie se haya hecho estas preguntas –de hecho han estado presentes en nuestro V Congreso- sólo que las respuestas no han sido consistentes. Porque ser consistentes significa adherir en la respuesta a la trilogía virtuosa “propuesta-compromiso-testimonio” sin excluir ninguna de sus partes.

O sea, podemos tener propuesta, pero si no tenemos compromiso y no damos testimonio, no sirve. Podemos tener compromiso y testimonio, pero sin propuesta, tampoco sirve. Podemos dar testimonio, pero sin propuesta y compromiso no incide más allá del ámbito personal. Y como somos un partido político, y no un grupo de meditación, tampoco un club deportivo ni una empresa privada, nuestro foco es la ocupación del poder a todos los niveles del cuerpo social, pero para conducir el país hacia el bien común, a partir de principios, de ideas y una praxis política. Pero en nuestro caso, la distancia entre el discurso y la práctica se ha hecho cada vez mayor, con grandes excepciones, como en el caso de la renuncia de nuestra presidenta nacional, de una consecuencia notable.

Advertencia: Después de la guerra, todos son generales, y por eso, antes de entrar en materia, debo señalar que la mayor parte de este artículo se remite a otro anterior, que escribí hace más de dos años, con el título: “La democracia cristiana, ¿en riesgo de perder vigencia?”, publicado en la Revista Política y Espíritu de junio de 2006[1], que lamentablemente resultó anticipatorio de lo ocurrido en la elección del domingo 26 de octubre.

El malestar y la pregunta básica.

Un malestar explícito y palpable se ha instalado en la militancia. Luego de las últimas elecciones (presidencial-parlamentaria y municipal) ha cristalizado una sensación que venía de hace tiempo, que nos lleva a preguntarnos nuevamente por el sentido de nuestra acción política. Hay también una sensación de pérdida del patrimonio afectivo del que nos enorgullecíamos y que considerábamos una de las cualidades diferenciadoras respecto de los demás partidos.

Recuerdo que el tema del sentido, y el de la convivencia, eran una constante preocupación del maestro Jaime Castillo, empeñado en que nunca la DC perdiera ni la claridad, ni el rumbo, ni la cohesión, tanto en la época del intenso debate ideológico con el capitalismo y el marxismo, como ahora en que el neoliberalismo se enseñorea por el mundo a caballo de la globalización.

Los resultados cuantitativos siguen situando al PDC como el primer partido de la Concertación. Pero en declinación, con menos votos, menos representación parlamentaria, menos alcaldes y concejales. Los resultados cualitativos nos dicen que hay un llamado de atención en cuanto al fondo, y al mismo tiempo nos marcan un desafío en cuanto a la forma de hacer política. Muchos y buenos candidatos de la DC fueron desplazados por nuestros socios o por la Alianza por el hecho de ser más jóvenes, ser más mediáticos, tener propuestas concretas y más cercanas a la gente, o por haberse dedicado a tareas más populares.

Entonces, con resultados malos en posicionamiento, cabe preguntarnos si está la DC agotada, superada o extraviada. O las tres cosas a la vez. ¿El problema radica en un agotamiento del partido mismo –o sea en la forma en que este instrumento explicita la acción política– o su ideología está superada, o, por último, en su acción ha extraviado el rumbo? En suma, la cuestión central tiene que ver con la vigencia del Partido Demócrata Cristiano en el Chile del Siglo XXI.

El germen de la crisis:


Y he aquí la clave: el PDC es un paciente que sufre de una enfermedad surgida, paradojalmente, de su propio éxito. Cuando las principales tesis socialcristianas triunfan en el mundo y se produce la convergencia en torno a los derechos humanos, la idea de bien común, la democracia, la cooperación internacional -todos ellos valores de gran contenido ideológico defendidos originalmente por los movimientos políticos como el nuestro, sustentados en el pensamiento social de la Iglesia- el espacio ocupado durante décadas por los partidos demócrata-cristianos: el centro político, pasa a serle disputado desde la derecha y la izquierda, y finalmente el “corpus” de ideas y propuestas medulares de la DC le es arrebatado desde ambos lados, vaciando sustantivamente de contenido ideológico original y diferenciador su desempeño político y poniendo en cuestión su propia razón de ser.

Ello le obliga a entrar entonces de lleno en la administración de la coyuntura, el inmediatismo y los manejos tácticos que caracterizan a la política actual, perdiendo parte fundamental de su hecho diferenciador.


La política como gestión de la coyuntura: Maritain v/s Fujuyama:


Supuestamente resueltas dos cuestiones esenciales para la sociedad del Siglo XXI: democracia (ciudadanos libres) y mercado (consumidores libres), el rol de los partidos habría pasado a ser solamente de “gestión de la coyuntura”. La oferta de soluciones técnicas para cubrir la demanda ciudadana por mejores niveles de vida pasó a ser el paradigma.

Esto contrasta con una realidad más porfiada, que exige dirimir entre necesidades crecientes e ilimitadas y recursos siempre limitados, que es la esencia de la política, pero a la vez es la parte más dura y difícil. La cuestión del rol del Estado, de las políticas públicas y la asignación de los recursos es central, pero a los ojos de la ciudadanía pareciera no existir como dilema. Nacen por eso las tecnocracias, por un lado, y los ofertones electorales, las propuestas populistas y la tentación mediática, por otro, que van alineando poco a poco a todos, ya que los políticos responsables se ven sobrepasados, algunos de los mejores abandonan, otros pierden elecciones, y otros, por permanecer, se ven obligados a entrar en esa lógica, porque el síndrome de exclusión es uno de los más frecuentes en política.

¿Era esto inevitable? O dicho de otro modo: ¿Hemos llegado efectivamente al fin de las ideologías, y sólo nos queda una sucesión de coyunturas sobre las que actuar políticamente? ¿De ser así, tiene sentido un partido demócrata-cristiano, o es mejor que este, ante el triunfo de sus tesis básicas, diga “misión cumplida” y otros sigan desarrollando la semilla plantada por nosotros? ¿Dónde está el hecho diferencial que justifica la existencia, en pleno siglo XXI, de la democracia-cristiana? ¿Ha sido Maritain superado por Fujuyama?

Para aproximarse por lo menos a una respuesta a estas interrogantes, es preciso no errar en el diagnóstico global –más allá de la coyuntura electoral del partido demócrata cristiano- pues de eso depende la terapia.


Hay, en todas partes, un profundo cambio en la percepción de la ciudadanía sobre la representación política, el papel de los partidos, el rol de los parlamentarios y el sentido del voto. La representación propia del sistema de partidos ya no es entregada solamente a éstos, porque se ha producido una diversificación de actores que les disputan e incluso los superan en la tarea de expresar las necesidades, inquietudes y problemas que aquejan a los grupos sociales, núcleos familiares y personas. Emergen las ONGs y colectivos ciudadanos agrupados en torno a los más variopintos intereses y vocaciones, junto a grupos inorgánicos pero muy activos de vecinos en torno a problemas puntuales, y en general una movilización social para ocuparse de los problemas y exigir derechos.


Esta nueva relación de la gente con el poder nace por varias causas complementarias:

a) El cierre de los espacios de expresión política y comunicacional durante las dictaduras y gobiernos autoritarios, prohibidos los partidos y censurada la prensa, obligó a las personas a buscar formas propias de organización y generar capacidades endógenas de análisis de la realidad y de expresión de sus problemas y necesidades, desconfiando sistemáticamente de la autoridad. Esta desconfianza alcanzó a los partidos y se refleja hasta hoy en una bajísima –en algunos casos algo injusta- estimación ciudadana por el desempeño de la autoridad y de los políticos. Esta misma situación se da también en sociedades que aunque no han tenido dictaduras, el sistema político no ha sido capaz de canalizar y resolver los problemas de la gente.

b) La incapacidad de los partidos, una vez recuperada la democracia, para abrirse a estas expresiones ciudadanas e incorporarlas en su trabajo cotidiano, venciendo la desconfianza. Ha existido objetivamente un cierre corporativo en los partidos, constituyéndose en especies de clubes de iniciados, en que los mismos rostros se repiten a lo largo de los años y para los que el ejercicio del poder -independientemente de que lo hayan hecho bien o no- pasa a ser una especie de patrimonio perpetuo que se reparte entre los cófrades. La “movilidad política” al interior de los partidos ha sido escasa, y para los pocos actores nuevos que lo consiguen, la única forma de emerger y situarse es la adhesión a la nomenclatura, o transformarse en outsiders contestatarios per se, lo que atenta contra la idea misma de partido político.

c) La mayor cobertura que los medios de comunicación -especialmente la televisión- dan a los problemas concretos cotidianos de la gente a nivel micro, unida al surgimiento del Internet, sin dudas democratizan cada vez más la comunicación pública. Esta amplia visibilidad de la problemática social más impactante, junto a la apertura de espacios de expresión en los medios para que las personas comunes y corrientes canalicen sus opiniones, exijan soluciones e incluso expresen sus iras y frustraciones, produce un fenómeno de prescindencia de la intermediación. Van más rápido y más al fondo que los partidos. Es una suerte de democracia ateniense que se vive a través de los medios de comunicación abierta. Surgen además, como ocurrió en España en los 70, las “radios libres”, los canales de TV de barrio, realidades a las que los medios institucionalizados, y los propios políticos, se ven obligados a abarcar también y convivir e incluso interactuar con ellos.

d) Por otra parte, el efecto demostración, y el agravio comparativo consiguiente, que se produce debido a la amplia información ciudadana originada por la masificación de la TV y el crecimiento del cable y la Internet, han generado una revolución de las expectativas sociales. La publicidad inunda los hogares más humildes con propuestas inalcanzables y difunde paradigmas estéticos y de bienestar económico claramente discriminatorios e irritantes, imposibles de resolver en el corto plazo, por lo que generan un sentimiento de impotencia en la mayoría de la población, especialmente en los sectores más carenciados o con menos oportunidades.

e) Ante esta nueva percepción y realidad político-social, junto a las demandas “clásicas” se ha instalado con mucha mayor fuerza que en el pasado, y de manera irreversible, la demanda por dignidad y trato igualitario, es decir, por el respeto. Ya no se trata sólo de pedir soluciones a problemas materiales, sino de exigir trato igualitario. La sensación de ser siempre postergado, de que los “enchufados” siempre se saltan la fila y los tiempos de espera, de que no todos llevan la misma carga, está ya muy arraigada. La idea es que los privilegiados son los que están en el poder, digan lo que digan, incluyendo en esto a los políticos. A ello han contribuido, sin dudas, los propios políticos, a quienes se elige para que defiendan los derechos de las personas y en cambio se les ve muchas veces preocupados de temas ajenos a la cotidianidad ciudadana y disfrutando ostensiblemente de los beneficios y privilegios que da el poder.

f) El cambio de la relación ciudadano-partidos-autoridad va más allá de demandas materiales y tiene que ver con una demanda por una “cultura de la igualdad” que permee y traspase el todo y las partes de la sociedad, con la gente como protagonista, intermediada por partidos y múltiples organizaciones, más o menos estructuradas, sólo en cuanto éstos encarnen esa cultura y se hagan cargo en los hechos, de manera cotidiana y visible, tanto de la construcción de una convivencia justa y digna -el viejo “bien común”- como de solucionar y anticiparse a los problemas de las personas. No basta con entregar viviendas, si estas y su entorno no cuentan con una homologación básica con los parámetros de igualdad que protegen la dignidad de las personas. No basta con declarar a la gente “representada”, sino que ésta quiere sentirse efectivamente representada.

g) La gente conceptualiza, por lo tanto, la función política de una manera distinta a como esta actividad está institucionalizada, lo que tiene consecuencias concretas y explica el declive de los partidos y la emergencia de outsiders, neopopulistas y líderes mesiánicos.

h) Las personas entienden que la labor de un parlamentario es primordialmente la de proteger, defender y representar sus derechos ante la autoridad, canalizar la solución de problemas específicos, y secundariamente la tarea legislativa propiamente tal. Es decir, en lugar de la clásica función de elaborar las leyes teniendo en cuenta a los representados, se pasa a exigir a los parlamentarios una tarea casuística -que corresponde a jefes de servicio, a alcaldes y concejales- y a la vez una función forense de defensa de derechos ante la autoridad. Frente a esta realidad, se produce un dilema en los parlamentarios: o se dedican a legislar conscientemente, para lo cual es preciso estudiar mucho, trabajar en comisiones especiales, elaborar propuestas de alta complejidad, o tomar la tarea legislativa con menos rigor, pero dedicar la mayor parte de su tiempo a la casuística exigida por los electores. Y para los candidatos al parlamento, la alternativa es claramente la de auscultar los problemas específicos y comprometerse a su solución, aún a sabiendas que no es precisamente la función que constitucionalmente les corresponde.

i) Ejemplos claros de las consecuencias de esto han sido, invariablemente, las derrotas de buenos legisladores, que cumplieron a cabalidad la función que les exige la Constitución, y de candidatos que no estaban dispuestos a prometer un desempeño que en realidad legalmente no les corresponde, y por ende no han sido tan activos en atender esa casuística.
Solucionar esta dicotomía es una de las tareas que deben acometer los partidos y la propia institución parlamentaria, terminando con la tentación de avalar esta distorsión para captar votos, sino más bien generando una pedagogía política que sitúe cada cosa en su lugar, atendiendo al nivel que corresponda las demandas reales de la gente.

j) El ejercicio del poder a través del voto va pasando progresivamente del “voto premio” al “voto-expectativa”. Cuando en un político coinciden una buena labor cumplida y buenas propuestas, confluyen el voto-premio con el voto-expectativa y le va bien. Pero la sola trayectoria no basta. Un ejemplo paradigmático lo tuvimos el domingo pasado en Santiago y Valparaíso. El voto-expectativa va mayoritariamente, por ejemplo, hacia candidatos jóvenes y nuevos rostros, candidatos no tradicionales surgidos de otros colectivos y no sólo de los partidos, y también hacia figuras públicas –del sector privado e incluso de la farándula- a las que por su presencia mediática se les suponen determinadas cualidades, “tienen voz”, o simplemente generan empatía con los electores. Las supuestas capacidades que se les atribuyen por este solo hecho, muchas veces no se ven reflejadas en la labor posterior, pero los partidos tienen la tentación de incorporar este tipo de figuras, con la sola intención de captar mas votación.

k) Existe también, eso sí, el “voto-castigo” para quienes han defraudado las expectativas. La mala gestión y el olvido de la gente son severamente castigados. Pero en algunos casos hay otro problema muy serio: la gente quiere promesas respecto de cosas que no siempre están en las manos de los elegidos resolver, por lo menos no en los plazos de urgencia en que se les suelen medir. No obstante, si el candidato no hace las promesas que la gente quiere, no es elegido. Como no las podrá cumplir, será castigado en la próxima elección. Pero aquellos que son capaces de conectar con la gente, decirles las cosas con verdad y ponderación, y saben gestionar lo posible, son premiados, como hemos visto en casos emblemáticos en la municipal: Peñalolén y Maipú.

La cuestión del “sentido”: ¿por qué sigue vigente la visión demócrata-cristiana?

Que la lucha entre los dos sistemas se haya resuelto a favor del capitalismo, y que el neoliberalismo vaya copando los espacios culturales no hace desaparecer la pregunta por el sentido, sino más bien la refuerza. Resuelta esa dicotomía recíprocamente excluyente, para la DC la cuestión del sentido se reaviva, porque la preeminencia de un nuevo capitalismo global amparado en un neoliberalismo político-cultural no conduce al desarrollo integral e inclusivo de toda la humanidad. Más bien subsiste con más dramatismo y urgencia, puesto que la lucha fundacional radicó siempre en preservar el valor de la persona y de la comunidad frente a dos sistemas que la negaban, ya sea por el énfasis en el individuo por encima de la comunidad, ya sea por el énfasis del colectivo por sobre la persona.

Pero no obstante ello, la DC ha ido sufriendo un descenso sistemático en la votación popular, pese a los esfuerzos estabilizadores del último tiempo. Para ir al fondo, señalaría por mi parte tres razones que lo explican.

La primera razón es consecuencia de lo que el maestro Jaime Castillo pronosticaba ya a inicios de los setenta como “la convergencia de los humanismos”, es decir, la amplia aceptación de un corpus de valores, principios y lineamientos políticos para la vida en sociedad, al que progresivamente se ha arribado desde todas las manifestaciones del humanismo, sea este laico o cristiano, sea liberal, socialista o comunitario. Lo que hace tan solo medio siglo era fuente de diferencias y enfrentamientos –por ejemplo la democracia representativa, el mercado, los derechos humanos, la sociedad civil, la apertura comercial– hoy son parte de una misma base de convivencia, en que son sólo los matices y grados de profundidad los que generan diferenciaciones.

Para la DC, en Chile y en el mundo, esta convergencia ha tenido un doble impacto. Por una parte, muchas de sus tesis han terminado imponiéndose y fueron asimiladas por los demás partidos, y eso es de por sí un triunfo que la justifica históricamente. Pero al mismo tiempo esas banderas ya no son exclusivas, no la diferencian y por lo mismo la adhesión básica de las personas a un conjunto de ideas que todos comparten no las lleva necesariamente a votar por el partido o corriente de pensamiento que las generó, porque además la gente emite cada vez más su voto en función de expectativas y menos para agradecer lo realizado.

La segunda razón, al hilo de lo anterior, es lo que ya es un lugar común en el análisis político: el desplazamiento hacia el centro. La derecha quiere ser “centroderecha” y la izquierda quiere ser “centroizquierda”, y en ese proceso, los partidos que históricamente han ocupado el centro van perdiendo espacio, porque ese desplazamiento significa que los demás adoptan e internalizan posturas y un discurso ad hoc, basado en lo que es característico de este espacio: la gobernabilidad, los consensos, la moderación, el cambio progresivo, la preocupación por la clase media, etc., todas ellas posiciones muy clásicas de la DC chilena, que tan solo treinta años atrás no eran compartidas por los demás, e incluso, como se recordará, eran estigmatizadas como retrógradas.

¿Dónde situar entonces el eje del hecho diferencial de un partido DC en esta nueva realidad?

La tercera razón, tiene que ver con el cambio cultural ocurrido en Chile y el mundo producto de la globalización liberal -con negativa repercusión en los valores políticos- y de la globalización capitalista -con fuerte impacto nocivo en los paradigmas económicos-. En efecto, como es de fácil comprobación, la lógica del individualismo y la competencia han permeado nuestras sociedades a tal punto que han conducido a lo que Maritain llamaba “la racionalización técnica de la política”, que la transforma en un instrumento de poder por el poder. Las propuestas son un producto que se ofrece al elector-consumidor de la manera más atractiva y digerible que sea posible, en competencia con otros “productos” políticos a los que hay que vencer en las preferencias del público.

Se sustituye de este modo la “racionalización ética” de la política (Maritain), en que partidos doctrinarios, ideológicos (palabra injustamente estigmatizada hoy en día) como el nuestro deberían liderar al electorado hacia metas superiores y más complejas de desarrollo integral, más allá de la coyuntura y en el marco de una ética de la acción política que le pone límites a los instrumentos –o sea, una relación ética de fines y medios– y por lo tanto no todo les está permitido en la lucha por las preferencias de los electores. Pero como estamos siendo invadidos por el facilismo, por la lógica individualista y la competencia a todo evento, tienden a surgir partidos instrumentales, liderazgos populistas, los partidos -incluido el nuestro- se llenan de operadores ineptos pero de fácil discurso, y se inscriben en la lógica de la racionalización técnica, siempre más fácil, siempre más rentable en lo inmediato.

En esa confrontación perdemos en el corto plazo los partidos doctrinarios, porque:

*O nos sometemos a nuestros principios, y decimos al electorado las cosas como son, mostrando caminos que son más difíciles, mantenemos las lealtades con las promesas y con la gobernabilidad, planteamos y defendemos ideas y normas que van contra el pragmatismo, el relativismo y el acomodo,
*O caemos en la tentación pragmática y la lógica de la racionalización técnica de la política, que es muy difícil de resistir, como podemos ver en cientos de ejemplos.

El socialcristianismo tiene en el siglo XXI, en Chile y en el mundo, muchos desafíos, pero probablemente el más grande de todos y el más difícil sea mantenerse fiel a los principios, porque las causas que dieron origen a nuestra opción siguen vigentes. Esto significa perseverar en la transformación de la sociedad, sin acomodarse al modelo único vigente –excluyente y suicida– sino corregirlo y trascenderlo para crear sociedades integradas.

Humanizar la globalización, globalizar la tolerancia sin aplastar la identidad, la sensibilidad y el pensamiento de quienes creen en la libertad con responsabilidad, es, como Maritain lo señala muy bien: “tarea ardua, paradójica y heroica: porque no hay humanismo de la tibieza”.

La cuestión de la acción política: ¿Cuáles son las bases de nuestra vigencia?

Se dice que la DC se ha quedado atrás en la modernidad, e incluso se ha dicho que lo doctrinario es contrario a lo moderno, que lo moderno es ser relativo. Veamos: la DC aporta en nuestra sociedad –pese a imperfecciones, fallos y desviaciones que sería absurdo no admitir– una visión humanista cristiana que tiene valores permanentes intransables, aunque haya gente que pida otra cosa y aunque otros partidos se acomoden al sistema.

La matriz de su propuesta política sigue las fuentes originarias: la doctrina social de la Iglesia, las ideas de los filósofos cristianos y de sus líderes políticos que en el siglo XX propusieron un tipo de sociedad distinta al capitalismo, conciliando la libertad con la justicia social, comunitaria, integradora, basada en el respeto a la persona, y por eso mismo, solidaria. O sea, la construcción de una sociedad verdaderamente moderna.
Estas posiciones las hemos traducido en obras que desmienten, hasta el día de hoy, las afirmaciones sobre una supuesta “impermeabilidad consuetudinaria de la DC a los cambios culturales y sociales”, como se atrevió a escribir un sociólogo de la coalición, muy de moda en estos días.

La DC estuvo siempre contra cualquier discriminación y persecución política y dio testimonio de ello. La Revolución en Libertad (combatida sin piedad de lado y lado) significó precisamente uno de los mayores cambios sociales y culturales de Chile, la inclusión de amplias capas de población rural y urbana a la economía, a la vida política, a la educación, a la participación y a la dignidad como personas. Sin ella, Chile no sería lo que es ahora. Más tarde, la DC y destacados democratacristianos fueron defensores activos de los perseguidos y el partido como tal realizó una apuesta humanitaria, ética y política que resultó central para la recuperación democrática de Chile. Muchos democratacristianos, como Soledad Alvear, Francisco Cumplido, Alejandro Foxley, Alberto Undurraga, Eduardo Aninat, por citar algunos de ellos, han encabezado en los últimos años trasformaciones clave para los derechos de las mujeres chilenas, para el acceso a la justicia, para la filiación de los hijos, la defensa del consumidor, la inserción internacional, la recuperación de la deuda de los bancos con el Estado. La DC ha respaldado el divorcio, la planificación familiar, la no discriminación en las escuelas, el término de la censura. ¿Qué es todo esto sino una real conexión con la gente en base a los problemas concretos y de acuerdo a los cambios culturales? ¿No es esto acaso una muestra contundente de verdadera modernidad?

Curiosamente, sin embargo, andamos como escondidos, estamos como arrinconados y no “sacamos pecho” por lo hecho, nuestros candidatos esconden su militancia y el partido mismo no sale como tal a enfrentar la calle con sus propuestas con el sello propio. ¿Nos está ganando el mercado? En esa lógica, sin embargo, perdemos, desorientamos al electorado que aún quiere confiar en nosotros y quiere saber qué proponemos como grupo, para saber si vota a nuestros candidatos.

La cuestión del poder y los cargos públicos: tener el poder es central, pero ¿para qué?

Se ha instalado la idea de que los partidos políticos son fuente de corrupción y de prebendas, una forma de pagar favores a una clientela electoral y a operadores que viven en torno al poder. Una parte de realidad hay en ello, la más visible, por lo demás. Es un problema que en realidad nos afecta y nos posiciona mal ante la opinión pública.

El ejercicio del poder –y la búsqueda del mismo– es de la esencia de un partido político: tiene que influir y llevar a cabo un programa de gobierno al nivel local, regional y nacional. Pero para ello tener principios y ser fiel a ellos es fundamental. Para su vigencia como partido también lo es que sepa estar bien y oportunamente posicionado donde se toman las decisiones, con personas aptas, capaces, auténticas, para poner su impronta en el trabajo legislativo, en los programas de gobierno, en la gestión pública, en los municipios.

En este sentido, por ejemplo, levantar candidaturas supuestamente “ganadoras” sin precisiones, por el solo hecho supuesto de que lo son, puede ser redituable en lo inmediato, pero a la larga no es bueno si no nace de una convicción y de un acuerdo sobre ciertas bases que representen esos principios. Porque si luego de hacerlo, el partido no queda adecuadamente inserto en las estructuras de poder (por ejemplo en ministerios o servicios públicos), o sus candidatos no tienen un buen desempeño una vez electos, habrá inevitablemente una reversión del electorado. El electorado antes y después de votar por un partido tiene que verse representado a plenitud, en las ideas, en las propuestas, en las personas y en la gestión pública. El ciudadano no entendería que aquellos por quienes votó no ejerzan la influencia esperada y ocupen los espacios en el poder ineficientemente, ya que sería una especie de traición al mandato otorgado con el voto. Las responsabilidades hay que asumirlas, porque el ejercicio del poder es lo que permite a un partido llevar adelante sus ideales y programas, y no debe ceder ni dar razones a las críticas de quienes creen que la política se hace sin políticos y sin responsabilidades públicas.

El problema en la DC –y en realidad en todos los partidos– está en cómo instrumentar esta necesaria vocación de poder de modo que efectivamente se trate de la ocupación de espacios para llevar a cabo ideas y programas, y no para obtener prebendas personales o posiciones que reproduzcan las condiciones para cooptar la voluntad popular. O sea, la corrupción. La solución es muy simple en realidad, porque bastaría con que existiera una calificación y una evaluación de los militantes para la ocupación de cargos partidarios y en la administración pública, y que siempre los candidatos y autoridades públicas sean seleccionados solo atendiendo a un criterio de idoneidad.

Una de las consecuencias de no tomar estas medidas, es que poco a poco los cargos públicos y los cargos internos del partido van siendo patrimonializados por quienes los ocupan, formando cofradías que se protegen y enquistan en el poder. Los casos del PSOE en España, o de la DC y el PS en Italia, o las situaciones –afortunadamente todavía minoritarias– ocurridas con militantes de la DC y otros partidos de la Concertación, son paradigmáticos de esto.

Difícil, sin embargo, si no se trasparentan los procedimientos y se airean las estructuras, que es lo que debe hacer urgentemente la DC, para librarse de tanto oportunista que daña al partido, pagando justos por pecadores.

La cuestión de la convivencia interna.

En la sociedad capitalista y neoliberal que vivimos, la competencia por los espacios laborales, por el éxito social estrechamente vinculado al éxito económico, es una constante que produce roces, peleas y aislamiento incluso hasta dentro de las propias familias. No es el tipo de sociedad que queremos los democratacristianos, opuesta a la solidaridad. Como la pérdida progresiva de lo público y comunitario va cediendo espacios a nuevas y sofisticadas formas de individualismo, se reafirma la urgencia de que un partido con la base doctrinaria e ideológica del PDC pueda dar ejemplo de convivencia y amistad cívica mediante la cohesión interna.

Las denominadas “peleas políticas” se proyectan y amplifican en los medios de comunicación, y contribuyen a reforzar la idea del canibalismo del poder, del que los partidos son sus protagonistas. Nuestro partido tiene mucho de eso. Se ha ido perdiendo el sentido de comunidad, de pertenencia a un grupo de personas que tiene ideales comunes y formas de relacionarse especiales, fraternas, emanadas de la común adhesión a la idea-fuerza central del cristianismo aplicada a la acción política: el amor al prójimo. La competencia característica de la sociedad capitalista ha llegado al interior del partido de una manera brutal, lo que era de prever, porque la fuerza del entorno no podía dejar fuera a los partidos.

Pero entonces lo que corresponde hacer es tomar conciencia de ello, que nuestros líderes den el ejemplo de convivencia fraterna, y con hechos concretos generar mecanismos de regulación de la competencia interna, establecer un tribunal de ética que oriente y modere la forma de expresión de las diferencias. La mayor fuerza, recordemos, del mensaje cristiano está en el testimonio de amor que sus adherentes demuestren en la sociedad.

Esta presencia activa de la vivencia fraterna es lo que más impactó en los orígenes del cristianismo y más adhesiones ganó hasta transformarse en una fuerza incontrarrestable. La aplicación a la política del mensaje cristiano que está en la base de la DC, llamada, según Maritain, a llevar a la vida social “las consecuencias políticas y sociales del evangelio”, no puede hacerse, como el propio filósofo indicaba, por medios que contradigan el mensaje y el fin perseguido.

Pero cuidado: también en la raíz de la crisis hay una confusión entre acción solidaria y tolerancia a la ineficiencia. ¿Cuántos funcionarios y operadores políticos ineptos, frescos y aprovechados, seguimos tolerando en todos los niveles de las estructuras del partido y en las instancias de gobierno central, local o en el parlamento, con la equivocada idea de que debemos protegerlos por ser camaradas? Hacemos con ello un flaco favor a nuestro primer compromiso, que es con la eficiencia en el manejo de los asuntos públicos, con nuestro partido y con la ética de la responsabilidad que debe presidir nuestro actuar.

¿Cómo podemos proponer a la gente un modelo de sociedad comunitaria, solidaria, integradora, pero eficiente, para que funcione y responda a las necesidades concretas, si no somos capaces de crearla dentro de nuestro propio partido? La incoherencia es lo que más penaliza la gente a la hora de votar.

La urgencia del retorno a los fundamentos para proyectarse en el Siglo XXI.

A todas luces el modelo de sociedad que vivimos –ya no solamente el modelo económico– es estructuralmente excluyente, y por ello no puede conformar a los DC, como de hecho no conforma a la Iglesia, que persistentemente clama por correcciones y llama a los cristianos al compromiso con la construcción de una sociedad buena y justa.

Esta cuestión es central: la DC tiene que ser inconformista, siempre, mientras quede un pobre, un excluido, un desplazado. Si se acomoda, como lo han hecho otros partidos, pierde su esencia y vigencia. Pero como las causas que le dieron origen como partido siguen existiendo, si claudica de sus postulados esenciales y no es capaz de llevarlos a la práctica, sus banderas serán recogidas por otros, incluso para distorsionar el sentido del mensaje, como tratan de hacer desde la derecha en los últimos años, especialmente en la última y para la próxima campaña presidencial.

Es claro que la Democracia Cristiana chilena siempre ha sido progresista, pero tiene que adaptarse mejor a los nuevos tiempos, hacer una debida introspección y reformular sus propuestas de acuerdo a las realidades del siglo XXI. Pero desde lo que son sus principios de siempre. El retorno a los fundamentos y los orígenes es el camino para proyectarse en la acción política para el siglo XXI.

Esto no tiene nada de conservador ni arcaico, porque no hay nada más revolucionario y moderno que una sociedad integrada, solidaria, equitativa, basada en ese “humanismo integral” maritainiano. En el fondo y a la larga, esa consistencia será mejor para el país, para la Concertación y para sí misma, aunque en el corto plazo parezca que no conecta con esta rara modernidad superficial que estamos viviendo.

No debe rendirse a la sola búsqueda del poder por el poder, traicionarse a sí misma, olvidar su misión, vender su alma, mimetizarse y atender a los llamados a seguir la corriente del cosismo disfrazado de populismo, de progresismo o de modernidad para subir en las encuestas o ganar votos. Sobretodo ser permanentemente fiel a la ética de los fines y los medios, contribuyendo a que la política, como decía Maritain, no sea “solo avaricias, celos, egoísmos, orgullos y supercherías infantiles”.

Si nuestros principios, nuestra ideología y nuestros parámetros de acción política tienen vigencia, porque las causas por las que nacimos siguen existiendo, hemos dado testimonio de ello en muchos momentos de la historia de Chile, hay medidas que es necesario tomar, que están presentes en las conversaciones entre los camaradas y amigos, para ser consecuentes con la vigencia de nuestras ideas.

Podríamos anotar algunas que son urgentes de aplicar:

1.- Transformar las estructuras partidarias obsoletas para dar cabida a los nuevos actores que emergieron en la vida pública (ONG, colectivos ciudadanos, etc.). Ello implica una nueva orgánica, más ágil, especializada y con movilidad interna, reformando el Consejo Nacional, su composición, competencias y procedimientos para la formación de las propuestas del partido. El V Congreso hizo un mandato al respecto, pero no lo hemos concretado.

2.- Mejorar el sistema de movilidad interna para el surgimiento de nuevos y mejores dirigentes y de candidatos de calidad para la función pública, con mecanismos para la generación de autoridades partidarias y de candidaturas que no destruyan la convivencia y permitan elegir a los mejores.

3.- Incorporar en los programas los nuevos temas de la agenda ciudadana y de la compleja realidad del siglo XXI.

4.- Abocarse decididamente a generar una pedagogía política que valore y sitúe la función pública en la estimación ciudadana como uno de los activos del país, empezando por no devaluar nosotros, tanto en las actitudes como en la semántica, la nobleza de la actividad política.

5.- Modernizar la gestión y el desempeño administrativo interno, haciéndonos cargo de las nuevas formas de relación con los ciudadanos, poniendo especial atención a la fuerza de los medios de comunicación, incluyendo Internet. En esto no cabe la improvisación ni la figura del político genial, ni de la genialidad “spot”, sino un uso profesional de los medios para llegar mejor al ciudadano.

6.- Establecer sistemas de evaluación orientados al desempeño de sus representantes en las instituciones del Estado. Un Comité de ética y de selección es imprescindible.

7.- Disponer de equipos político-técnicos generadores de propuestas de corto y largo plazo, como apoyo a la función de la directiva y de nuestros militantes con cargos públicos y de representación popular.

8.- Profesionalizar el trabajo electoral, sin perjuicio de la voluntariedad del mismo.

9.- imitar el tiempo de permanencia en los cargos partidarios a todo nivel.

10.- Aplicar en el trabajo cotidiano la trilogía “propuesta-compromiso-testimonio”.

HC, Santiago, octubre de 2008

--------------------------------------------------------------
[1] Revista Política y Espíritu Nº 430, junio 2006, Santiago de Chile

Etiquetas: