domingo, noviembre 08, 2009

“Ich bin ein Berliner”


“Ich bin ein Berliner”

Héctor Casanueva

“Todos los hombres libres, dondequiera que ellos vivan, son ciudadanos de Berlín. Y por lo tanto, como hombre libre, yo con orgullo digo estas palabras: ¡“Soy un berlinés!” (“Ich bin ein Berliner”)
Así concluía John F. Kennedy su histórico discurso el 26 de junio de 1963 en Berlín Occidental, contemplando junto al entonces alcalde de la ciudad, Willy Brandt, el muro erigido por la RDA tres años antes, que marcaba no sólo la división de Alemania en dos estados, sino la división del mundo en dos sistemas políticos, dos modelos económicos y dos pactos militares: la OTAN y el Pacto de Varsovia. La construcción del muro fue el comienzo en serio de la Guerra Fría, que llegó a todos los rincones del planeta, incluida América Latina y, por cierto, a Chile. La visita de Kennedy a Berlín y su discurso fueron sin duda una provocación, pero también una advertencia de que occidente no renunciaría a la reunificación. Antes, en 1955, el canciller Konrad Adenauer había sellado lo que fue el objetivo político fundamental de la Alemania Federal y que finalmente Helmut Kohl concretara en 1990 con férrea decisión política y sin medias tintas: obtener tarde o temprano la reintegración de los alemanes del Este al mundo libre. La idea de Adenauer, uno de los padres de la Unión Europea, y de su partido, la Unión Demócrata Cristiana (CDU), era clara: Alemania unida en una Europa unida. No concebía la integración europea con una Alemania dividida. Y a este propósito contribuyeron, en distintos momentos y con objetivos propios pero convergentes, en una secuencia sinérgica de alto contenido estratégico y capacidad política, los Estados Unidos desde el Plan Marshall hasta la “Guerra de las Galaxias”, la silenciosa y creciente disidencia de los países del Este tras la cortina de hierro, los movimientos sindicales de Walesa, la desestalinización de la URSS primero, y la Glasnot y la Perestroika, después, la globalización creciente de las comunicaciones, la elección de Juan Pablo II, la conferencia de Malta entre Gorbachov y Reagan (“Mr. Gorbachov: turn down this wall”) hasta llegar al momento en que los propios estados vecinos de la RDA dejaron de proteger las fronteras y el régimen de Honneker recibió el tiro de gracia con la visita de Gorbachov que gatilló su caída, y su reemplazo por Egon Krenz, que en sus cincuenta días de jefatura de la Alemania Oriental no pudo contener la avalancha que derribó el muro sin que hubiera un solo disparo ni derramamiento de sangre. Derribado el muro, se precipitó también la caída del imperio soviético, entramos de lleno en el Siglo XXI y comenzó la globalización contemporánea. No se trata, a mi juicio, del triunfo del capitalismo sobre el comunismo, como pretenden ciertas visiones reduccionistas, especialmente desde el neo-liberalismo, ni del fin de la historia o de las ideologías. Lo que triunfó en Berlín hace veinte años fue un modelo de sociedad política europea basada en tres principios básicos: la democracia, la libertad económica y la solidaridad social. Estos principios, ampliados progresivamente a toda la Europa occidental a partir del Tratado de Roma de 1957, dieron lugar a una sociedad próspera y moderna, de ciudadanos con derechos políticos plenos y un sistema de protección social que, aún con sus necesarios ajustes, rige hasta nuestros días. Pero junto con ello, las repercusiones planetarias de este acontecimiento perduran y se desarrollan. Al caer el muro, cayeron la intolerancia y el pesimismo que ahoga toda posibilidad de cambio. Se abrió una ventana a la idea de que nada es imposible si hay voluntad política, liderazgo y perseverancia. ¿El triunfo de Obama no es acaso, en este sentido, una consecuencia remota de la caída del muro? ¿La apertura de China y Viet-Nam, no son también consecuencias de lo mismo? Y, por cierto, lo es la ampliación de la Unión Europea a los países de Europa central y oriental para avanzar hacia la “Casa común europea” que se va consolidando con el Tratado de Lisboa. Ponderados históricamente por sus efectos en el progreso de la humanidad, podemos afirmar que hay en el Siglo XX dos hechos esenciales, cada uno en su ámbito, pero sin duda convergentes, por la apertura y los horizontes que nos mostraron: el Concilio Vaticano II con sus ventanas abiertas al aire fresco del ecumenismo y al acercamiento de la Iglesia a las realidades de la nueva era; y la caída del Muro de Berlín que nos indica que es posible derribar las barreras para construir una nueva sociedad basada en la paz y la cooperación. Quedan aún muchos muros físicos y mentales por derribar, en el Sahara, en Cisjordania, Corea, Estados Unidos, Irlanda, Kuwait, India, Pakistán, Irán, e incluso en la propia Unión Europea cuando erige muros legales y administrativos a la inmigración. Pero el proceso que condujo a Berlín demuestra que tarde o temprano todos los muros, por ser esencialmente contrarios al sentido de la historia, serán derribados.
[1] Héctor Casanueva, Master en Comunidades Europeas, es director del Centro Latinoamericano para las Relaciones con Europa (CELARE)

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