domingo, octubre 15, 2006


EL IMPULSO MIGRATORIO
Héctor Casanueva
(Introducción al libro “Migraciones, experiencias en América latina y la Unión Europea” publicado por CELARE, Santiago de Chile, Octubre 2006)

El desplazamiento de los seres vivientes en busca de condiciones favorables a su evolución y desarrollo es algo que está en la naturaleza. Ocurre con las plantas, que tienen el llamado fototropismo para buscar la luz, y con los animales, que se movilizan desde zonas áridas en busca de agua y alimento. Las aves emprenden largos periplos hacia zonas de temperaturas más adecuadas, y los peces se mueven desde aguas inhospitas hacia otras más amables y seguras. No puede ser diferente para los humanos, más evolucionados y con la capacidad de inteligir sus vivencias y tomar decisiones fundadas en la racionalidad y no sólo en el instinto. El impulso migratorio de las personas es, en definitiva, el instinto de supervivencia inscrito en su naturaleza, procesado por la inteligencia según tiempo y lugar. Y si en el caso de animales y plantas ese instinto puede verse limitado por circunstancias adversas, para los seres humanos las limitaciones son sólo obstáculos a vencer con la capacidad de su cerebro racional. Por eso que las migraciones de individuos y grupos son una constante a lo largo de la historia de la humanidad que, en la era de la globalización de las comunicaciones y los medios de desplazamiento, resultan simplemente imparables.

La atracción de los centros desarrollados –cuyos niveles de vida y oportunidades son conocidos en los más recónditos lugares del planeta- unida a la expulsión desde los lugares de origen por causas políticas y económicas, producen una sinergia migratoria imposible de contener en el largo plazo. Las medidas represivas siempre serán sorteadas por esa combinación de instinto de supervivencia e inteligencia, como está ocurriendo ahora mismo entre Africa y Europa. Hay veinticinco mil senegaleses internados en campos de acogida en las Islas Canarias, a la espera de ser admitidos definitivamente, y en toda Europa los inmigrantes ya superan el diez por ciento de la población.

El viejo continente busca fórmulas que van desde el patrullaje militar del Atlántico, acordado entre Francia y Senegal, pasando por la vigilancia masiva del Mediterráneo, hasta el endurecimiento de leyes y procedimientos, como acaba de aprobar el 70% del electorado en Suiza en un referendum popular. Mientras tanto, España trata de administrar con sentido humanitario una avalancha de nuevos inmigrantes, y rechaza culpas en lo que se ha venido en denominar el “efecto llamada” supuestamente producido por una normativa migratoria que los demás socios comunitarios consideran demasiado permisiva. Finlandia, que tiene este semestre la presidencia de la UE ha puesto este tema como la prioridad de su mandato. Francia vivió hace unos meses una masiva revuelta de inmigrantes que se consideran marginados.

Lo cierto es que Europa hace lo posible, y eso hay que reconocerlo. Necesita de la inmigración para mantener su desarrollo y sostener sus sistemas de seguridad social. Más allá de voces destempladas de los ultranacionalistas, de algunos hechos puntuales y de la natural preocupación de los ciudadanos, hay políticas de acogida y un enfoque que no pierde de vista los derechos humanos. Pero no basta, porque el fenómeno es más integral, las causas son complejas y la globalización las ha acentuado.

Una inmigración descontrolada es fuente de ilegalidades, abusos, proliferación de mafias, y va en contra de inmigrantes y de receptores. Por eso que la Unión Europea ha incluido este tema como una de las cuestiones centrales en el diálogo con América Latina y otras regiones del mundo.

Las “pateras” y “cayucos” –precarias y a menudo mortales embarcaciones en las que los africanos del norte y sur se lanzan al mar, empezando la aventura de llegar a las costas españolas, para buscar un trabajo y quedarse, o desde allí penetrar en la Europa de las oportunidades- son cada día más numerosas. Miles de seres humanos -muchos de ellos niños sin padres, o mujeres embarazadas- llegan cada mes a las costas europeas procedentes de las ex colonias, con clara conciencia de que los riesgos son muy inferiores a la mera espectativa de un mejor futuro, y de que Europa, la de los derechos humanos, de la democracia, del Estado del Bienestar y de masivas migraciones en el pasado, no puede traicionarse a sí misma y dar vuelta la cara ahora a una realidad en la que, por lo demás, tiene una no tan remota responsabilidad. Iguales razones, conciencia y determinación tienen los miles de latinoamericanos que deciden buscar un futuro en el viejo continente o en los Estados Unidos.

En América Latina se viven las migraciones en una triple vertiente: la del campo a la ciudad, la de un país a otro de la región, y el desplazamiento hacia los centros desarrollados extra-regionales: Europa y Estados Unidos. Chile y Argentina, son hoy países receptores de inmigrantes, más que emisores de ellos, pero carecen de políticas de inmigración integrales y consolidadas, especialmente Chile. Los desplazamientos en Centroamérica amenazan incluso los proyectos de integración comercial y productiva, y la cooperación política, especialmente entre Nicaragua y Costa Rica. México, emisor de migrantes hacia Estados Unidos, es a la vez receptor desde El Salvador y Guatemala principalmente.

Las remesas de los inmigrantes son hoy un importante flujo de recursos a nivel mundial, y una fuente de ingresos imprescindible para muchos países, que puede llegar a explicar el treinta o cuarenta por ciento de su PIB. Se habla ya del “co-desarrollo” como un concepto nuevo que trata de perfilar una política de responsabilidad compartida entre los países de acogida y los de origen, para el uso “productivo” de las remesas, de modo que creen empleos y aminoren así las ganas de emigrar de las familias. Habrá que ver si políticas e instrumentos de este tipo llegan a ser eficaces, pero uno podría anticipar que su efecto será mitigador, pero no va a solucionar el problema que para los centros desarrollados significa una inmigración tan descontrolada como imparable. Y no se debe escapar el hecho de que la ayuda humanitaria más focalizada que existe es precisamente la remesa que el inmigrante envía a su familia, sin intermediaciones ni burocracias. Tal vez habría que buscar fórmulas de reducir los costos de transferencias para ellos, además de las ideas que circulan sobre ciertos incentivos al ahorro o la creación de fondos paritarios que están dispuestos a subvencionar los países de acogida en los de origen.

¿Pero, qué hacer en cuanto a soluciones de fondo, eficaces y duraderas? Es lo que todos nos preguntamos, y seguimos preguntándonos, a pesar de que la respuesta existe desde hace mucho tiempo, como nos recuerdan permanentemente las ONGs. Se trata de la creación de un nuevo orden mundial centrado en la equidad, con un comercio libre de trabas y distorsiones y un compromiso efectivo de los países centrales con las transferencias financieras necesarias para generar desarrollo en los países del tercer mundo. Un “plan Marshall” para África, por ejemplo, bien diseñado, suficientemente dotado y adecuadamente administrado, con “accountability”, como se dice ahora, puede sin dudas sacar adelante un continente lleno de recursos naturales y de población jóven. Y programas de apoyo institucional, fortalecimiento del Estado y apertura comercial con América Latina, sin dudas que producirían un efecto virtuoso, e inclusive, visto con sentido pragmático, sería una buena inversión comparada con los costos de una inmigración desbordada. En ambos casos, la variable de la expulsión como factor migratorio se vería claramente atenuada hasta casi desaparecer. Y entonces si que será posible una normativa migratoria reguladora en los países desarrollados que sirva, como se pretende, para regularla, hacerla gobernable y orientarla hacia los objetivos y necesidades de ambas partes.

FIN